Anatomía de Grey

Recuerdo cómo la primera vez que vi algo relacionado con Anatomía de Grey fueron los primeros 30 segundos del piloto de la serie. Ese momento en el que Derek Shepherd (Patrick Dempsey) despertaba tras haberse acostado con la que sería su esposa -epítome y nexo de unión de este moderno culebrón sanitario- la por entonces residente de primer año Meredith Grey (Ellen Pompeo). Siete temporadas después e interminables -y lacrimógenas- tramas de por medio y la pareja protagonista sigue ejerciendo de sol alrededor del que giran el resto de planetas con sus respectivos satélites. Entre ellos destacan con cada vez mayor intensidad el dúo formado por Cristina Yang y Owen Hunt, cuya tormentosa -y atormentada- relación centra la acción en estos primeros siete episodios emitidos de la séptima temporada en Estados Unidos. Más allá de los enredos e historias paralelas que conforman cada una de las temporadas y que se complican hasta la extenuación año tras año hasta desembocar en un sorprendente cliffhanger final, el éxito de esta serie subyace, a mi entender, en tres elementos que sirven para caracterizarla y a la vez hacerla única.

Por un lado está la identificación del espectador con los personajes, algo tan aclamado en series de culto como Lost (Perdidos), pero que en ninguna otra serie desde la mítica Hill Street Blues (Canción triste de Hill Street) se había conseguido, logrando que te importe lo que le pasa a cada uno de esos médicos, en ocasiones más preocupados por salvar sus propias vidas que las de sus pacientes. En segundo lugar, el orden aquí no es vinculante, está la parte médica que sirve como excusa perfecta para entrelazar las existencias vitales de médicos, residentes, pacientes, familiares y toda una panoplia de grupos humanos en los que, por si con los protagonistas no fuera suficiente, el espectador encuentra un espejo en el que mirarse y comparar virtudes y miserias, tanto propias como ajenas. El hospital Seattle Grace es el ecosistema en el que ocurre todo -o nada- y funciona a la perfección como aséptico -y a priori impensable- escenario de amores y odios, filias y fobias… Más allá, incluso llega a convertirse en un protagonista más de la serie proyectando su condición de lugar perpetuo de vida y muerte. El ciclo de la vida resumido en un edificio.

Pero el personaje clave de esta serie, y su mayor logro, es Miranda Bailey (Chandra Wilson). Ella es quien da coherencia y otorga una elevada dosis de realismo a esta ficción televisiva en ocasiones más preocupada por enganchar al espectador a través de una edulcorada banda sonora y a la presencia regular de actores y actrices que ya se han convertido en iconos para toda una generación. La doctora bailey es un médico de verdad. Mordaz, irónica, dura, nada complaciente, su personaje pasa por ser un molesto Pepito Grillo para los recién llegados, pero en realidad es el ancla con la realidad del televidente. Esto no es una fiesta, parece recordarnos en muchas de sus intervenciones, y en ocasiones velar por la integridad de pacientes y residentes supone arrinconar su propia vida. Encofrar una gigantesca humanidad en un pequeño cuerpo es un hiperbólico ejercicio de sutileza por parte de los guionistas.

Es más, pueden ir desapareciendo el resto de protagonistas, entre ellos la que da nombre a la serie, y no resentirse el producto. Pero prescindir de Bailey supondría que esta serie comenzase a ponerse ciánotica y fibrilar hasta que su pulso colapse.

 

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