Lo peor que se podría decir de Whiplash, el segundo largometraje del realizador Damien Chazelle es: «buen trabajo». Si tras el visionado de la película el espectador no alcanza a pronunciar otra valoración más allá de ésta, entonces estamos ante un monumental fracaso. Porque lo que Chazelle busca en este descarnado -literalmente- relato de la superación personal y la búsqueda de la perfección de un joven baterista es no dejar indiferente a nadie. Desconozco si con esta su segunda incursión en el universo musical trata de lograr una obra maestra, pero lo que sí sé es que consigue facturar una cinta inolvidable. Una de esas películas que marcan a quienes las ven. De las que luego, años y años más tarde, uno recuerda cuándo, cómo y con quién la vio. Y eso no es ni mucho menos sencillo. Aunque gran parte del mérito está en asumir riesgos. Chazelle lo hizo primero al decidirse a rodar esta historia en principio como un cortometraje para conseguir la financiación necesaria para convertirlo en largo y después -tras lograr el dinero- cuando decidió rodarla en apenas un mes y tenerla terminada en menos de tres. Y todo ello sin haber cumplido los 30.
La asunción del riesgo como leitmotiv. Llevar al espectador al extremo al tiempo que lo hacen sus personajes en pantalla. En ese duelo a ritmo de jazz entre el maestro y el aprendiz en el particular Dagobah en que se convierte la peculiar escuela de talentos neoyorkina en la que Terence Fletcher (J. K. Simmons, en el papel de su vida) exprime a los wonderboys hasta la extenuación. Ahí donde, agarrado desesperadamente a sus baquetas, Andrew Neyman (Miles Teller) trata de sobreponerse a sus miedos, a los fracasos familiares, y superar todas y cada una de las pruebas a las que le somete su maestro. La pregunta es obvia: ¿Todo vale para alcanzar un sueño? Los controvertidos métodos de enseñanza de este Yoda del Lado Oscuro que es Fletcher se muestran como el único camino al éxito en la jungla en que convivimos. Aunque quizá sólo tratemos de sobrevivir. No ya abrirnos camino. Y aquí es donde el inteligente guion de Chazelle se permite jugar con el espectador y ponerle al borde del precipio. Sudar. Amenazar con quebrar su aguante. Golpe tras golpe. Arriba, abajo. Como la sacudida -el latigazo cervical- a la que hace referencia el título, Whiplash. Hasta preguntarse una vez más: ¿Todo vale?
Otro elemento fundamental en la película es la magnífica banda sonora de Justin Hurwitz, que marca cada uno de los asaltos del combate entre maestro y aprendiz a lo largo del metraje. Un duelo del que sale victorioso en lo interpretativo Simmons, con un papel que le puede valer la Espiga al Mejor Intérprete Masculino Protagonista tras proyectarse en la segunda jornada de la 59ª edición de la Seminci. Tampoco sería descabellado pensar que esta cinta, con marchamo Sundance, termine haciéndose con el Premio del Público. Para su estreno comercial en salas habrá que esperar hasta mediados de enero de 2015. A destacar también en el casting la recuperación del otrora muy televisivo Paul Reiser, como el padre de Andrew. Muy acertada la planificación de las secuencias y el tono in crescendo de la narración hasta la explosión final. Una conclusión en la que todo acaba reduciéndose obsesivamente a la música. A la búsqueda de la perfección a través de métodos imperfectos, alumnos imperfectos… Y, por último, la rebelión. Volverse en contra de lo establecido. Romper las limitaciones: propias y ajenas. No conformarse. Luchar. Huir de la mediocridad que nos rodea. Hasta rompernos. Hasta descubrir dónde no nos volveremos a romper. Y avanzar un poco más abriéndonos camino en mitad de la selva. Donde aún resuenan los golpes, pero ya han dejado de importar.
Gracias por compartir tu visión de la peli. Disfruté un montón. Abrazo.
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