Resulta cuanto menos irónico que la primera incursión de Woody Allen en el formato digital esté ambientada en los años dorados de Hollywood. La Meca del cine en la década de los 30 y una, en apariencia, simplona historia de (des)amor le sirven como pretexto a un hábil Allen para embaucarnos y sumergirnos en una historia repleta de melancolía, salpicada por esos gozosos contrapuntos cómicos tan característicos del realizador neoyorquino. Indisimulado homenaje al cine clásico embellecido en cada fotograma por el gusto exquisito de Vittorio Storaro, Café Society funciona en tanto que lo hace la química de su pareja protagonista. Unos muy desiguales Jesse Eisenberg (Bobby) y Kristen Stewart (Vonnie). Resulta sorprendente que sea esta última quien consigue robarle todos los planos a sus partenaires en pantalla. Tanto a un Eisenberg que ejerce a la perfección de trasunto de Allen —y poco más— como a un siempre correcto Steve Carell. Stewart se come la cámara y resplandece en pantalla. Su sensual voz, unida a los magnéticos rasgos con que engrandece un personaje —a priori menor— mimado por Allen sobresale dentro de un guion crepuscular, y sumamente inteligente. Aunque entre las sorpresas que encierra esta dramedy —suerte de comedia dramática— cabe resaltar sobremanera la solvencia del resto del reparto. Empezando por la inolvidable familia Dorfman al completo y terminando por una episódica y rutilante Blake Lively.
Con dos partes bien diferenciadas, Hollywood y Nueva York, tanto en los formal como en lo estilístico, Café Society alude a esa fiesta continua por la que transcurrían las vidas de ejecutivos, actores, productores y un sinfín de satélites que orbitaban alrededor de estrellas de la talla de James Cagney, Barbara Stanwick, Spencer Tracy, etc. Un universo dorado al que el espectador se acerca a través de los ojos de un Bobby Dorfman (Eisenberg) que no es sino Woody Allen, aunque más envarado y con una molesta risita nerviosa heredada de su fallido Lex Luthor. Resultan, por contra, deliciosas las conversaciones entre sus progenitores en pantalla. Tanto Jeannie Berlin (Rose, la madre) como Ken Stott (Marty, el padre) protagonizan algunos de los momentos más puramente Allen de la cinta, que también es prodigiosa en ritmo y montaje a lo largo de sus 96 minutos.
Inesperada y construida a ritmo de jazz como un anticipado canto del cisne dentro de una excelsa filmografía, Allen consigue cerrar una película en apariencia menor con unos planos encadenados de tal belleza que por sí solos ya merecen el precio de la entrada. Pero no solo esto, sino que, al igual que ocurre con la pareja protagonista —y cuatro décadas antes sucedió en Annie Hall—, su historia permanecerá imborrable en la memoria de los espectadores.
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