Tarde para la ira

Tarde para la ira

Tarde para la iraA veces, la necesidad de contar algo es tan fuerte que no se puede reprimir. Que no bastan las palabras y hay que recurrir a todos los elementos que nos facilita el lenguaje. Todo tipo de lenguajes. Incluso la ausencia de estos. Así ocurre con Tarde para la ira, el debut tras la cámara del actor Raúl Arévalo. Ya desde el virtuoso plano secuencia inicial, el espectador percibe que está ante algo diferente. Una película que huye de lo convencional, de los lugares comunes, pese a apoyarse en ellos para contar una historia repleta de recovecos. Callejuelas por las que cuesta transitar de noche, a oscuras. Sin otra compañía que nuestra propia sombra. Es en este feísmo en el que Arévalo se encuentra más cómodo. Cámara en mano, valiéndose de una fotografía sucia y repleta de grano, de primerísimos primeros planos y de unos actores que exudan verdad por los cuatro costados, de ese ambiente de barrio impregnado por olores y sabores que amenazan con mancharnos en cada plano. Son estos elementos, incómodos en su arranque, los que confieren originalidad a la película. Más allá —que las hay— de las referencias cinematográficas a estilos y realizadores que han dejado su impronta en un Arévalo que se nos descubre no sólo como un avezado hombre de cine, sino como un hábil catalizador de influencias que acaban siendo tan suyas que subvierten los géneros. Porque en Tarde para la ira hay western crepuscular, sí; pero también hay retrato social, lumpen, found footage, comedia, buddy movie, drama, terror psicológico, tensión… Y silencios. Largos y prolongados silencios que permiten a un grupo de actores en estado de gracia dar lo mejor de sí mismos y componer unos personajes que encierran en su interior todas las historias que esta película apenas —y deliberadamente—elige desvelar.

Sin embargo, la cinta no resulta tramposa en ningún momento. El espectador tiene ante sus ojos todas las claves desde el primer minuto. Pero es tal la pericia de Arévalo a la hora de elegir dónde coloca la cámara, qué mirar y qué preservar en penumbras que, como los grandes magos, consigue esconder el truco hasta bien avanzado el metraje. Una habilidad casi impropia de un debutante en esto de la dirección, aunque en cierto modo se explica tras conocer el largo camino (ocho años) que le ha llevado hasta poder estrenarla. Resulta curioso, asimismo, el paralelismo entre la figura del director y su alter ego en el filme: José (Antonio de la Torre). Verdadero protagonista de una historia que sin el actor malagueño se nos antoja imposible que hubiera llegado a buen puerto. De la Torre es capaz de incomodar al espectador en el primer tramo de la cinta hasta límites insospechados para después, en uno de los hábiles giros de guion con que cuenta la película, ganarnos para su improbable y descabellada causa.

Idéntico mérito tiene el trío de sencundarios que jalona un acertadísimo reparto. Luis Callejo está perfecto como el impredecible Curro, al igual que Ruth Díaz (Ana) con esa infinita tristeza en su mirada y la osca sensualidad de sus palabras. Aunque la gran sorpresa nos la brinda Manolo Solo (Triana), quien logra la difícil tarea de componer un personaje inolvidable, pese a estar apenas diez minutos en pantalla. Del mismo modo, tanto las localizaciones (el homenaje paterno con Martín Muñoz de las Posadas) como la banda sonora elegida para la película (Miguel Poveda incluido) son el complemento perfecto a una historia dura, seca y sin concesiones, que, sin embargo, alberga en su interior algún pequeño rayo de esperanza. Algo que quizá entre tanta oscuridad se nos escape, pese a que, al igual que sucede con la secuencia inicial, esté ahí, ante nuestros ojos, todo el tiempo. Basta con reparar en el título de la película y en el verdadero significado de esas cuatro palabras para comprenderlo.