A medio camino entre el western crepuscular y la crónica social de una Norteamérica resquebrajada nos llega Comanchería (Hell or High Water). Apreciable película del irregular director inglés David Mackenzie, que supone la segunda entrega de la trilogía fronteriza guionizada por el actor y realizador Taylor Sheridan. Una serie iniciada en 2015 con Sicario y que concluirá el próximo año con Wind River. Comanchería —título provisional de la cinta durante su rodaje y que ha sido el elegido para su carrera comercial en Europa—es un sobrio thriller repleto de buenas interpretaciones, bien dirigido, con un guion apreciable, una notable banda sonora (que firman Nick Cave y Warren Ellis) y una fotografía deslumbrante, a cargo del británico Giles Nuttgens. Todo esto es cierto, pero no lo es menos que la película podría pasar sin pena ni gloria por cualquiera de nuestras pantallas, de no contar en su reparto con un Jeff Bridges del que el espectador no puede apartar la vista ni un instante. Es tal el magnetismo que ejerce su composición del ranger Marcus Hamilton que pese a no ser el eje central de la historia que se nos cuenta, Bridges consigue eclipsar tanto al resto del reparto como el trasunto de la narración misma.
Rodada con sobriedad y aprovechando los majestuosos espacios abiertos de las localizaciones en Nuevo México, Comanchería es un relato hosco, que por momentos parece narrado entre dientes. Como no queriendo revelar toda su profundidad. Por desgracia, Mackenzie recurre en varias ocasiones al subrayado para recordarnos que estamos ante una historia de perdedores que se rigen por un muy particular código de conducta. No sería justo, empero, restarle mérito a un guion que permite el lucimiento actoral. No sólo el de Bridges. Tanto Gil Birmingham, el actor que encarna a Alberto Parker, su sufrido compañero de andanzas en los Rangers; como la pareja protagonista: los hermanos Tanner (Ben Foster) y Toby Howard (Chris Pine), rayan a gran altura.
Quizá este sea el mayor mérito de Sheridan a la hora de escribir esta historia. Huir del artificio que derrochaba Sicario. La película de Denis Villeneuve presentaba una factura técnica impecable, si bien la rocambolesca historia de narcos, agentes del FBI y asesinos a sueldo —con Emily Blunt, Josh Brolin y Benicio del Toro al frente— era más efectista que efectiva. Ya veremos qué nos depara Soldado, su apresurada secuela. En cambio ahora, la contraposición de la relación existente entre los hermanos Howard —’blancos cabreados’, muy probablemente votantes de Trump— y los rangers es una de las principales bazas sobre las que se apoya un guion inteligente y arriesgado.
Porque cargar sobre los hombros de Chris ‘algo más que una cara bonita’ Pine el peso dramático de la historia es una apuesta exitosa, pero no exenta de riesgo. Pine ya lo había intentado con resultados desiguales en la apocalíptica, aunque algo previsible, Z for Zachariah y también en la fallida La hora decisiva, pero aquí se destapa como un actor capaz de aguantar todo un duelo (no sólo) interpretativo con nada menos que Jeff Bridges sin salir trasquilado. Las continuas referencias al western en esta crónica no son un mero recurso estilístico. Al contrario. La película rezuma sudor y whisky. Polvo y silencio. En la riqueza de géneros que se entremezclan en esta cinta también encontramos road y buddy movie a partes iguales, e incluso retazos de esa otra América que tan bien reflejó Barry Gifford. Disparos certeros que parten del cañón de un arma de fuego, pero también de la cojonera actitud de quien se sabe perdedor de una batalla que nunca deja de librarse bajo los inmensos cielos del Medio Oeste.
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