El más difícil todavía de la factoría Pixar no pasaba por mejorar su prodigiosa técnica visual, sino por conseguir realizar una película como Coco. Animación deslumbrante al servicio de una historia madura que rinde homenaje a la cultura tradicional mexicana. Algo impensable hace unos años, pero que ahora es una realidad: Coco es la primera película de Pixar en la que no aparece ningún personaje caucásico. Además, el filme salva las críticas de la tan manida apropiación cultural al integrar a la perfección dentro de su guion el Día de Muertos así como los diversos elementos que caracterizan esta ancestral tradición. Pero no sólo esto. Aunque por la pantalla desfilen figuras como Cantinflas, Jorge Negrete, Frida Kahlo, María Félix y el luchador El Santo, Coco no es una película por y para el público mexicano. Tampoco es un intento a la desesperada de Pixar de recuperar público tras algunas decisiones más o menos cuestionables (Monstruos University, El Viaje de Arlo, Cars 3). Muy al contrario, Coco es una aguda reflexión sobre la memoria y la identidad, que no rehuye un asunto tan espinoso como la muerte. De hecho, logra hacer de él su eje central. ¿Están preparados los espectadores para algo así? Si hacemos caso tanto a la taquilla como a la crítica, lo están. Sin embargo, dentro de la sala y tras padecer los interminables anuncios previos y el infumable ‘corto’ navideño de Frozen las cosas cambian. Y no hablamos de que los esqueletos puedan asustar a los pequeños espectadores, porque los niños de hoy en día están curados de (ese) espanto; sino de que el argumento de la película en su segundo tercio es quizá demasiado maduro para un público infantil.
Algo que no desmerece en absoluto la intención de los cineastas, pero que sí sitúa a los espectadores en una encrucijada a la hora de catalogar como cine para niños las películas de animación de Pixar. Seamos claros: cada vez lo son menos. Y ya que los niños no acuden solos al cine, los guiones de estas películas cada vez apelan más al niño que aún habita dentro de todo adulto. Es en esa infancia latente donde radica la fuerza de películas como Coco. Su mensaje universal trasciende las tradiciones mexicanas. ¿Se puede disfrutar de una película como ésta sin conocerlas? Desde luego. Bien es cierto que algunos de los gags están basados en ese acervo azteca, pero no por ello la película es menos disfrutable. Se agradece, además, que el doblaje en lengua hispana corra a cargo de actores mexicanos. De hecho, Gael García Bernal (Héctor) dobla a su personaje tanto en la versión inglesa como en nuestra lengua y se atreve también a entonar alguna de las canciones de la prolija banda sonora.
Porque éste es otro asunto importante a considerar: Coco es un musical. Y lo es con un orgullo racial que enarbola en cuanto tiene ocasión. Por su score desfilan figuras tan conocidas como los cantantes Marco Antonio Solís, Angélica Vale, Natalia Lafourcade, Miguel… Una amplia nómina de figuras que se citan en la partitura del compositor Michael Giacchino. Uno de sus trabajos más coloristas y, al tiempo, más efectista que efectivo. Junto con el previsible desarrollo central de la historia estos son los dos puntos flacos de una película que destaca por todo lo ya relatado y que nos deja una importante enseñanza final.
La mayoría de los espectadores que asisten a ver Coco esperan que su título corresponda al nombre del niño protagonista de los carteles promocionales. Es cierto que el pequeño Miguel junto a su perro Dante y el resto de su(s) familia(s) son los verdaderos protagonistas de esta cinta coral, pero lo que sólo alcanza a comprender el público adulto que se enjuga las lágrimas antes de que se vuelvan a encender las luces de la sala es por qué es tan importante que el título sea el que es. Y la verdadera protagonista de esta historia sea otra.
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