Nuestra memoria posee la extraña cualidad de idealizar los recuerdos. Es en esta nostalgia, repleta de trampas a nuestro propio pasado, por donde mejor se mueve la aburrida e insustancial Ready Player One. Hiperbólica e innecesaria revisión del cine de Spielberg a cargo del propio Spielberg con algún que otro guiño cinéfilo que certifica —al menos— dos cosas: su deuda con el maestro Kubrick y su sequía creativa, la película (¿?) es un ejemplo más de las múltiples posibilidades que la tecnología digital le puede brindar al séptimo arte. Por desgracia, en sus interminables 140 minutos, la libérrima adaptación a la gran pantalla de la novela homónima de Ernest Cline es apenas una desapasionada sucesión de (auto)referencias fílmicas enlazadas sin ningún destello del brillo como cineasta del otrora Rey Midas de Hollywood. La artúrica búsqueda del Santo Grial por parte del joven Wade y sus amigos peca de subrayados y es excesivamente infantiloide. La (presunta) realidad opresora del futuro distópico —otro más— al que se ve abocada nuestra sociedad (concentrada en Columbus, Ohio) en este improbable 2045 tampoco aparece reflejada por ningún lado.
Ni en las vidas (reales) de los protagonistas, ni en su necesidad imperante de vivir las vidas virtuales de sus avatares. Casi debemos esperar a que transcurra una hora de metraje para encontrar una interacción entre actores de carne y hueso y ésta es tan plana y previsible (tanto en su planteamiento como en su resolución) que sonroja ver a Spielberg metido en algo así. Nada en esta película consigue transmitir emoción alguna siquiera remotamente parecida a la que recuerdo haber sentido en los 80 con su cine y el de otros muchos realizadores. Algunos de ellos homenajeados de manera más o menos evidente en este despropósito que parece estar funcionando muy bien en la taquilla mundial. Algo que habla maravillas de la campaña de marketing que decidió estrenar una película sobre easter eggs precisamente en Pascua (Easter) y muy mal de la memoria cinematográfica de algunos… Bromas aparte, junto al más que evidente parecido de los personajes que aquí encarnan Mark Rylance y Simon Pegg con los que popularizaron allá por 1985 Christopher Lloyd y Michael J. Fox y la ya reseñada muestra de rendida pleitesía a Stanley Kubrick poco más se puede salvar de este videojuego hinchado para la gran pantalla. El propio Spielberg ya utilizó el manido truco de los acertijos verbales —y las tres pruebas— en la tercera entrega de Indiana Jones (curiosamente de nuevo con el Santo Grial de fondo) y aunque aquella fuera la más floja de la trilogía de Indy, cinematográficamente se encuentra a años luz de esta soporífera fantasía pseudofuturista.
Protagonistas planos y con desarrollos previsibles, antagonistas aún más planos (Ben Mendelsohn y Hannah John-Kamen no pueden estar más desaprovechados) todavía y una absoluta sensación de dejadez en un guion que trata a sus personajes reales como avatares. De qué otra manera se explica entonces el hecho de considerar como algo secundario que estos gamers coman, duerman o tengan que hacer sus necesidades en algún momento… Lo peor es pensar que se pueda tratar también así al público; y en este caso el problema ya no sería suyo, sino nuestro.
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