
El cine bélico ha dado grandes títulos a lo largo de la historia, pero ninguno comparable hasta la fecha al despliegue que Sam Mendes realiza en 1917. Las incontables bondades de la planificación que rodea a este filme ambientado a finales de la Gran Guerra para que parezca rodado en una sola toma a buen seguro llenarán páginas en los libros y revistas especializadas. Su pericia —y la del director de fotografía Roger Deakins— a la hora de situar la cámara y seguir las peripecias de su pareja protagonista son, sin duda, dignas merecedoras de todas las alabanzas y premios que se nos ocurran. Sin embargo, para quien esto escribe nada de lo citado es comparable al lirismo que destila una película que conjuga el alegato antibelicista con el indisimulado patriotismo de su realizador. Porque si, como decía el poeta austriaco Rainer Maria Rilke: «La verdadera patria del hombre es la infancia» a través de esta película, Sam Mendes rinde un sentido homenaje a la suya. Esa patria que ajena a banderas, himnos y soflamas moldea nuestra existencia y que se nos descubre tras el fundido a negro previo a los créditos a través de una referencia tremendamente personal por parte del realizador británico.
Todo, a lo largo de sus dos horas de metraje, es una celebración del cine con mayúsculas en 1917. Empezando por la ya citada —todos los premios que reciba serán pocos— realización que no solo invisibiliza la cámara en su travesía junto a los cabos Blake y Schofield por el campo de batalla, sino que consigue reformular el lenguaje cinematográfico e impregnarlo de un verismo inusitado sin restar un ápice de pericia técnica. Unos méritos que engrandecen una película redonda sin un atisbo de fanfarronería por parte del equipo técnico, justo lo contrario de lo que otros parecen empeñados en repetir de un tiempo a esta parte con tanto chroma y CGI al servicio de historias sin alma. Sin embargo, de poco valdría este prodigio si no estuviera acompañado y engrandecido por el talento actoral de la pareja protagonista. Las interpretaciones de los jóvenes Dean-Charles Chapman y George MacKay (Amanece en Edimburgo, Captain Fantastic) son de las que dejan con la boca abierta. Todo el reparto raya a un gran nivel, a decir verdad, pero no enumeraremos aquí la amplia nómina de actores presentes para preservar las sorpresas, que las hay, diseminadas a lo largo del metraje. Capítulo aparte para, una vez más, el homérico trabajo que despliega el incombustible Roger Deakins como director de fotografía. Su labor en este filme, desarrollada mano a mano con Mendes, es una absoluta delicia para los sentidos, logrando una paleta de colores y emociones que —con el apoyo de la acertadísima banda sonora de Thomas Newman— nos acompaña a lo largo de esas 24 horas y mucho más lejos una vez abandonamos la sala de proyección.

Y pese a ser todos los ya citados motivos suficientes para situar a 1917 como una de las películas del año es su guion y la habilidad para integrar las pequeñas historias personales en el eje central de un relato bélico lo que la convierte en una absoluta maravilla que crece en nuestro interior con el reposado paso del tiempo. La historia que firman Krysty Wilson-Cairns y el propio Sam Mendes combina la sutileza del relato psicológico con el rigor histórico. La película avanza junto a nuestros protagonistas y de su mano atravesamos trincheras y alambradas hasta hundirnos en el fango del belicismo sinsentido que lo impregna todo alrededor. La pareja de guionistas es capaz de dar una vuelta de tuerca a asuntos tal vez desgastados en exceso por el cine bélico y aportan un interesante enfoque sobre temas nada triviales como el compromiso a unos ideales, la lealtad a la palabra dada o la importancia de ser una buena persona incluso en las ocasiones más inverosímiles. Una guerra propicia infinidad de situaciones en las que, a diferencia de otras películas, la heroicidad es la opción menos probable. Sin embargo, la odisea que se nos narra logra establecer un vínculo invisible —y tan necesario— con el espectador que sufre y siente al tiempo que lo hacen los soldados en pantalla.
Es tal la cantidad de lecturas posibles que encierra el sustrato argumental de la película, que desvelarlas supondría arruinar una parte determinante de la experiencia que supone ver 1917 en una sala de cine. Pero baste un ejemplo repleto de poesía fílmica presente en el filme desde su inicio y cuya mención tal vez sirva para enriquecer su visionado. La importancia que Mendes da a todos los elementos que rodean a sus protagonistas podría pasar desapercibida en un primer momento, hasta que se repara en un detalle no menor. Los árboles en la película son un claro ejemplo que trasciende la mera metáfora a la hora de hablar de la alienación que debieron padecer aquellos jóvenes —casi niños— que se vieron empujados a participar en una guerra de trincheras capaz de desquiciar a cualquiera. Árboles que acompañan el camino vital de nuestros jóvenes protagonistas y al tiempo ejercen de inadvertidos espectadores de toda la barbarie que se despliega ante nuestros ojos. Y para ello, Mendes, en otro acierto mayúsculo, renuncia a la casquería y la manipulación emocional. Es la cruda sencillez de esa cámara invisible la que logra conmovernos y atraparnos durante dos horas frenéticas, que condensan lo mejor y lo peor de la especie humana y que —ojalá— sirvieran para frenar una y todas las guerras.
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