
Ramplón cierre de ciclo, dentro de una más que aceptable trayectoria de Daniel Craig como el más carismático agente secreto al servicio de Su Majestad surgido de la pluma de Ian Fleming en un ya muy lejano 1952. La quinta incursión de Craig —Daniel Craig— como James Bond en la gran pantalla no es ni mucho menos la peor película de su mini saga, pero tampoco la mejor. Pese al abultado presupuesto y a un elenco de campanillas: desde el rutilante reparto, al nutrido equipo de guionistas, compositor, intérprete del tema principal de la banda sonora… De nada sirve cuando la historia que se pretende contar a lo largo de 163 minutos se podría haber narrado en apenas 90. Cuando las concesiones a lo políticamente correcto terminan por convertir en una caricatura a personajes a los que se pretendió dotar de cierta hondura en las entregas precedentes. Cuando un director sobradamente preparado y de acreditado talento se ve relegado a cumplir con los estándares que rigen una franquicia que se revela carente de alma, precisamente cuando su desalmado protagonista más necesitado estaba de una redención a la altura de las expectativas creadas ya desde su sorprendente debut en 2006 con la cada vez más apreciable —el tiempo acaba poniendo todo en su sitio— Casino Royale.
Empeñada en cerrar el círculo argumental que se inició 15 años atrás, Sin tiempo para morir se enfanga en una sucesión de episódicas aventuras con un desdibujado Craig casi implorando poner fin a su personaje. El realizador Cary Joji Fukunaga se aprovecha de ese aire kamikaze que exhibe el actor británico en el primer tercio del filme, especialmente en la descabellada —pero muy bien rodada— introducción italiana. Lo que sigue tras los (muy) reveladores créditos iniciales que arropan el insustancial tema principal de Billie Eilish es una anodina historia en la que la acción discurre de forma atropellada y las decisiones argumentales son más que cuestionables. Algo que encaja a la perfección con la triste realidad de un rodaje que se fue sucediendo a medida que el guion se iba escribiendo sobre la marcha y en el que la producción ejecutiva estimó que era buena idea contratar a Phoebe Waller-Bridge (Fleabag, Killing Eve) para suavizar a un asesino alcohólico encumbrado durante décadas por el machirulismo imperante como icono de la misoginia. Lejos de resultar acertada, dicha decisión sólo hace que evidenciar aún más las vergüenzas de un personaje que lejos de jactarse de su carácter lo explotaba —al menos en los cuatro filmes precedentes— dentro de una insaciable sed de venganza y una búsqueda incesante de su propia identidad.
Nada queda de aquellas derivas existenciales planteadas por el guionista Neal Purvis y que alcanzaron su mayor cota en la brillantísima Skyfall. Tampoco nos libramos en esta entrega de la sexualización de los personajes femeninos. Tanto Paloma (divertidísima, aunque muy episódica Ana de Armas), como Nomi (carismática e infrautilizada Lashana Lynch) se nos presentan luciendo escotes vertiginosos y rotundas formas. En el caso de Lynch (mujer y negra) alguien parece haber disfrutado de lo lindo respondiendo a las continuas demandas formuladas por el fandom a lo largo de los últimos años en redes sociales en torno al nuevo rumbo de la franquicia. Concesiones aparte, la verdad es que todas estas naderías no resuelven el problema de fondo (y si aceptamos que es ficción literaria no debería ser una cuestión irresoluble), pero sí desvían (o lo intentan) la atención de las carencias más acusadas de esta entrega. Su flojo guion se sustenta en una apreciable premisa en forma de flashback sobre el personaje de la psicóloga Madeleine Swann(Léa Seydoux), que pronto se desbarata ante la escasa enjundia del villano Lyutsifer Safin, que interpreta lo mejor que puede Rami Malek. Tanto la incoherencia de la diferencia de edad entre Swann y Safin, como lo forzado del ‘familiar’ giro de guion provocan que el espectador se distancie del pretendido dramatismo que impregna el tercio final de la cinta.
Por el camino, sí podemos disfrutar de momentos de innegable pulso narrativo por parte del realizador californiano Cary Fukunaga. Lástima que el ansiado plano secuencia —marca de la casa— quede reducido a un virtuoso ejemplo de poco más de 30 segundos. Del mismo modo que cabe lamentar cómo el perezoso (timorato, no fallido) guion desprovecha el talento de actores de la talla de Naomie Harris, Ben Whishaw, Jeffrey Wright, Ralph Fiennes y, sobre todo, Christoph Waltz, quien compone una desangelada caricatura.
El colofón de esta etapa se merecía una película de más envergadura. Los efectos especiales funcionan, la factura visual es muy solvente, pero al film se le notan las costuras a poco que el espectador se ponga exigente con un producto que vio postergado su estreno hasta en tres ocasiones, por mor de la pandemia y los intereses económicos de rentabilizar una muy elevada inversión. Y, permítaseme la broma, cuyo timing quizá también contribuyó a que el público ya estuviera del todo vacunado para la presunta doble pirueta con tirabuzón argumental.
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