
El camino al infierno está pavimentado de buenas intenciones. El aforismo viene al caso con motivo de la última cinta del realizador galo Mikhaël Hers (Montparnasse, Mi vida con Amanda), un drama familiar con apariencia de película pequeña, pero con ínfulas. Algo que en sí mismo no es ni bueno ni malo —hay docenas de realizadores conscientes de su talento y la calidad de sus trabajos— salvo que dicha presunción sólo ejerza de trampantojo ante el espectador desprevenido. Y esto es precisamente lo que ocurre con Les passagers de la nuit. Una película con un arranque prometedor, que oscila del drama familiar al retrato social (el París socialista de Miterrand a principios de los 80), pero que cuenta con unos hilos argumentales tan endebles como mal urdidos para conferir credibilidad al conjunto. Hers junto a sus guionistas Maude Ameline y Mariette Désert esbozan una historia femenina de superación personal yuxtaponiendo las peripecias vitales de dos mujeres al límite, Élisabeth (Charlotte Gainsbourg) y Talulah (Noée Abita). Su poético a la par que improbable lazo de unión —que además da título al filme— es un programa radiofónico nocturno, que presenta otra mujer: Vanda Dorval (Emmanuelle Béart).
El simbólico inicio de la película en la noche electoral del 10 de mayo de 1981 no es sino la primera de las presuntas claves que nos sitúan argumentalmente en un periodo de cambio y esperanza. Pero las miradas nostálgicas, de haberlas, han de partir de la memoria del espectador, ya que en ningún momento del filme se alude a ellas. Esta será la constante durante todo el metraje. La historia de una madre coraje y sus dos hijos a lo largo de siete años está plagada de pequeñas referencias (hitos argumentales) que ni se explicitan ni se desarrollan. La más evidente, que hace que quien esto escribe se desconecte de lo que transcurre en la gran pantalla, reside en el germen propio de la película: una madre y sus dos hijos adolescentes se ven empujados a empezar de cero. Ella charla con su padre, en el salón de la enorme casa a la que se acaban de mudar, ella le habla de sus apuros económicos, de que debe encontrar un trabajo… El padre le recuerda que ella no ha trabajado nunca. Ella ríe entre lágrimas. Él se acerca a consolarle. Y ya. Nadie nos explica cómo es posible entonces que una familia desestructurada, sin ingresos, ha podido alquilar un apartamento inmenso con una habitación extra en el ático. ¿De dónde sale el dinero? ¿De qué viven hasta que Élisabeth encuentra su primer empleo, uno en el que desde un principio sabe que estará mal pagado?
Sin embargo, lo peor de esto no es la falta de respuestas, sino las soluciones argumentales que el trío de guionistas (dos mujeres y un hombre) deciden tomar. La presencia testimonial del padre de Élisabeth (Didier Sandre, un habitual en la filmografía de Hers) en el filme no responde a nada más que ser el sustento económico de ella y sus dos hijos (Judith y Mathias), lo cual desbarata la imagen de mujer luchadora y autosuficiente que se nos quiere vender de la protagonista principal. Tampoco ayuda la necesidad constante de asociar su búsqueda de la estabilidad (financiera, emocional, familiar) con el hecho de tener una pareja sentimental, como si los guionistas no fueran capaces de dotar a Élisabeth de perseverancia, resiliencia… Esto nos lleva a otro punto muy molesto dentro de la estructura del filme y es el de justificar determinados giros de guion a partir de una simple frase o una secuencia aislada carente de sentido argumental. La pasión de Judith (desaprovechadísima Megan Nortahm) por la política la descubrimos por una frase que enuncia su propia madre cuando ya ha transcurrido más de medio metraje. La joven parece no tener suficiente entidad dentro de la narración para articular ningún discurso que nos pudiera presuponer algo al respecto. Del mismo modo sucede con la presunta pasión del adolescente Mathias por la poesía. Un poeta que no escribe ni recita un solo verso en todo el filme. Sin embargo, lo más molesto (por incoherente) de todo es el tratamiento que se realiza el personaje de la joven Talulah. Eternamente joven, deberíamos decir. Pese a todas las penalidades que atraviesa a lo largo de siete años, su aspecto físico permanece inmutable y así, claro, es muy complicado hacer creíble un papel que ya desde su presentación aspira a ser un reflejo poético de un París convulso y dubitativo.
Todas estas incongruencias terminan por lastrar las interacciones entre el cuarteto protagonista, incluso en el cartel promocional de la película se elimina deliberadamente al abuelo de una estampa familiar que sólo existe como colofón y que tampoco se desarrolla a lo largo del metraje. Mucho más cuestionables son las decisiones que llevan al trío de guionistas a incluir unas desconcertantes referencias al travestismo o la inexistente sororidad entre Vanda y Élisabeth tras el episodio del acosador radiofónico. Resulta chocante (y muy molesto) que las relaciones afectivo-sexuales en las que se muestra a Élisabeth se den, primero con un colega que sólo busca aprovecharse de ella; y, después, con otro acosador, dulcificado como admirador anónimo y periódico, que acaba convirtiéndose en su pareja.
La película podría haber sido una emotiva carta de amor a la generación del baby boom, a los padres de los adultos que hoy en día recordamos con la mirada dulcificada que todo tiempo pasado fue mejor, pero sólo porque éramos más jóvenes. Porque ahora, ya con la misma edad que nuestros padres entonces, nos preguntamos si en realidad todo sucedió como recordamos. Si no estaremos tratando de escapar de nuestra (ir)realidad cotidiana encerrándonos en salas de cine de barrio con programa doble o garrapateando ripios en los márgenes del libro de Latín dedicados a nuestro amor eterno de ese trimestre. Por desgracia, pese a sus aparentes pretensiones, Los pasajeros de la noche naufraga en su intento de imbuirnos en una atmósfera nostálgica cuyos ecos se desvanecen con la llegada de los primeros rayos del sol.