
Hacer que los silencios y las miradas hablen, que las ciudades se conviertan en un personaje más de la historia. Que la pausa tome el control hasta la inevitable descarga del chaparrón interior. El debut en un largo del cineasta Alberto Gastesi es una de esas películas pequeñas que se quedan grabadas en las retinas de los espectadores capaces de dejarse atrapar por su atmósfera. Sólo hay que dejar a un lado los prejuicios y las comparaciones (más o menos) odiosas. Porque únicamente así se disfrutará en total plenitud de esta improbable historia de la que apenas nada sabemos, pero que en mayor o menor medida todos conocemos. La historia de dos personajes que en realidad son cuatro o quizá seis, aunque bien pueden ser cuatro más o la de toda una generación empujada a una existencia igual de incierta que la de la pareja protagonista. Rodada con un encomiable buen gusto en 4:3 y en un estilizado blanco y negro, La quietud en la tormenta (Gelditasuna ekaitzean) es la demostración de que se puede hacer otro cine, de que se pueden contar otras historias. Sin artificios, apelando a la naturalidad, con hondura, verdad y una clara intención de plantear interrogantes. De cuestionar sin juzgar.
La de Lara y Daniel es una historia de contrastes. De realidades pretéritas, devastadoras certezas, inciertas oportunidades y de ocasiones perdidas enterradas —con funda y todo— en el fondo de un armario. De acuarios y montañas rusas, de multiversos y teleféricos. Ballenas varadas y ventanas abiertas por las que se cuela la lluvia y se escapa la vida. Porque cuando una puerta se cierra se abre un portal a lo famliarmente desconocido. Y en mitad de la oscuridad las sombras se proyectan como fantasmas que habitan en casas ajenas, contemplando las vidas que nunca llegarán a vivir. Pero sobre todo, La quietud en la tormenta es la confirmación de la soberbia actriz que es Loreto Mauleón, refulgente durante los pasajes más emotivos de la cinta. No le va a la zaga Iñigo Gastesi, hermano del realizador, con una acertada composición entre lo reflexivo y lo minimalista. Una atmósfera, que no sólo simbolizan la pareja protagonista, sino que impregna todo el filme, como haikus de lo cotidiano que coquetean con Rohmer y Linklater o se permite guiños a Rumble Fish, de Coppola.
Película de detalles en la que lo importante se dice —o se sugiere— de espaldas al espectador en sus dos primeros tercios, para descargar en el último acto —ya frente a frente— la tempestad de emociones a la que (quizá) alude el título. Realidades que discurren en paralelo, vidas en blanco y negro, abocadas a una tristeza buscada que contrasta con la luminosa mirada de Vera (Vera Milán) contrapunto perfecto al continuo simbolismo con el que juguetea la película en su parte central. Es en ese equilibrio entre lo devastador y lo esperanzado donde brota de forma inesperada la música (de Iñaki Carcavilla) como un eco que nos llega serpenteante y a todo gas desde el pasado y se materializa pausado y melancólico en el presente a ritmo de jazz; para acentuar aún más esa necesidad de improvisar, de romper con la monotonía y tratar, por un instante, quizá por una única primera y última vez, de cambiar nuestro destino.