Maixabel

Maixabel
★★★★☆

Una amasadora industrial de pan trabaja en un bucle infinito. Ser panadero es una vía de escape perfecta para los insomnes. Aunque, si lo que te quita el sueño son los remordimientos, de poco sirve. Como tampoco lo hace salir a correr a las cuatro de la madrugada. Pero al menos te cansas y con un poco de suerte cuando te vuelves a acostar quizá duermas. Pero no descanses. Odiar tampoco ayuda a superar el duelo. Porque la pérdida sí es eterna y el odio, dure lo que acabe durando, una pérdida de tiempo. Nadie nace sabiendo estas cosas. La vida te va enseñando, siempre que tengas la disposición de aprender. Y más allá del dolor, del miedo, la ira, la rabia, la incomprensión y el vacío existe un lugar para el encuentro. Para la congoja y la liberación. Para la aceptación y el perdón.

Maixabel, la undécima película como directora de Icíar Bollaín, es el sereno y crudo retrato de todo lo anterior, pero también es un necesario canto a la unidad. A la reconciliación. El inteligentísimo guion que escriben a cuatro manos la propia realizadora e Isa Campo (La próxima piel) consigue aportar una mirada hasta ahora inédita a la hora de abordar el conflicto vasco. Planteada en principio —el título es inequívoco— como una cinta que ensalza la figura de Maixabel Lasa, viuda de Juan Mari Jaúregui, gobernador civil de Guipúzcoa y miembro del Partido Socialista de Euskadi, asesinado por el comando Buruntza, de la banda terrorista ETA; la película traza en realidad un complejo recorrido por las figuras de Lasa (Blanca Portillo) y su hija María (María Cerezuela), víctimas del terror absurdo, así como por las de sus victimarios: Luis Carrasco (Urko Olazabal) e Ibon Etxezarreta (Luis Tosar). Dos de los tres integrantes del comando Buruntza

El desgarrador llanto de una hija que se te clava en las entrañas y ya no te suelta. La estampa serena de una esposa abatida, rota por dentro, pero que se niega a rendirse. Las miradas huidizas de quienes después de cercenar vidas ajenas descubren haber malgastado las propias al sentirse engañados, utilizados. Estos elementos complejos integran el armazón de un guion directo e incómodo. Que no se anda con rodeos, pero destila sensibilidad. Tanta, que el espectador llega a romperse también por momentos. El mérito está tanto en lo que aquí se cuenta como en cómo se cuenta. Bollaín posee la habilidad de situar la cámara en el lugar preciso. Sin efectismos. Hay profusión de primerísimos primeros planos, pero sirven a la perfección al propósito narrativo del filme. Una película cruda, que recuerda por momentos (y no es casual) al cine de Ken Loach, pero en la que palpita un alma rota que implora que la abracen. Quizá la banda sonora de Alberto Iglesias sea excesivamente complaciente en este sentido, aunque si su partitura no llenase el silencio de ciertos planos, de secuencias concretas, quizá la cinta sería aún más dura.

Al catártico despliegue emocional contribuye un elenco que raya la perfección. Las interpretaciones de Blanca Portillo y Luis Tosar son ejemplares, pero no lo son menos las de Urko Olazabal y María Cerezuela. Los suyos son dos papeles muy complejos dentro de esta historia y ambos logran no solo que los protagonistas no se los coman en pantalla, sino mantener y elevar la tensión emotiva de una película que no da tregua en lo sentimental. Digna de alabanza también es la decisión de exprimir al máximo los recursos cinematográficos apoyando la narración en los efectos de sonido durante una de las secuencias de mayor impacto del film. Película que traslada un mensaje muy necesario en estos días de furia, en la que sus personajes se expresan sin pelos en la lengua, situando a la clase política ante un avergonzante espejo, y donde la fuerza de las imágenes engrandece más si cabe el simbolismo de los gestos y decisiones que condujeron al fin de la organización terrorista que acabó con la vida de 864 personas y cambió para siempre la de millares de otras.

Puntuación: 4 de 5.