Érase una vez en Hollywood

Érase una vez... en Hollywood
Érase una vez... en Hollywood
★★☆☆☆

Recordemos todo aquello que disfrutamos en nuestra juventud, porque ya no volverá. Esta lapidaria sentencia nos ha acompañado por diversos motivos a lo largo de este verano y se me antoja muy pertinente en el caso de la última (hasta la fecha) película de Quentin Tarantino, Once Upon a Time… in Hollywood. Ambientada en 1969, la cinta es un elefantiásico homenaje a una época y una forma de hacer cine que el realizador norteamericano apenas conoció (nació en 1963), pero en la que se sumerge hasta el punto de olvidarse de los propios fundamentos del cine para centrarse en los aspectos formales (fotografía, vestuario, diseño de producción). Algo mucho más acorde a la actual ‘generación instagrammer’, pero que le obliga a abjurar de sus principios. Porque, tal como ya aventuraba la plomiza y exasperante Los odiosos ocho, el cine de Tarantino se encuentra en la actualidad a años luz de todo aquello que le hizo famoso. Ni rastro de aquellos diálogos mordaces, del montaje trepidante y la narración fluida. Érase una vez en Hollywood es un plomizo ejercicio onanista a mayor gloria de Brad Pitt y Leonardo DiCaprio, dos grandes actores que hacen lo imposible por dotar de cierta credibilidad a sus personajes y sostener un filme insufrible en el que todo es prescindible. Sí, también esos cacareados veinte minutos finales.

Planteada como un presunto canto del cisne de una época y una forma de hacer cine irrepetibles, Tarantino se empeña en concatenar anécdotas deslavazadas a través de las cuales pretende insuflar profundidad a su pareja protagonista: el tándem formado por el actor de medio pelo Rick Dalton (DiCaprio) y su doble, Cliff Booth (Pitt). Al dúo se une en mitad de una narración sin orden ni concierto y en la que no se respetan las mínimas reglas lógicas —flashbacks interminables, diálogos insustanciales— una verdadera estrella en ciernes, Sharon Tate (Margot Robbie) auténtico MacGuffin que conduce este ególatra ejercicio de estilo de 162 interminables minutos. Al continuo —y predecible— juego de cara y cruz que Tarantino nos plantea en torno al éxito, la fama y el american way of life se suma una inabarcable nómina de secundarios de lujo, la mayoría de ellos infrautilizados, episódicos e irreconocibles en su improbable parecido con estrellas de la época (Damian Lewis como Steve McQueen, sin ir más lejos).

Del mismo modo, y ya desde el mismo título, la buscada referencia a Sergio Leone no es más que una declaración ombliguista más del cineasta norteamericano, empeñado de nuevo en demostrar al espectador que atesora vastos conocimientos del cine y la televisión de finales de la década de los 60, sin importar si realmente sus referencias son reales o inventadas. Quizá, y en esto acierta Tarantino, la magia estriba precisamente en no poder discernir qué forma parte de la realidad y qué hemos fabulado a partir de nuestros recuerdos embellecidos por el paso del tiempo. Sin embargo, aparte de la evidente similitud entre la pareja protagonista y el binomio que formaron durante décadas Burt Reynolds y su doble, Hal Needham; Érase una vez… frivoliza con no pocos asuntos muy cuestionables hoy en día bajo la coartada de que eran socialmente aceptados en la década de los sesenta. Del mismo modo que Tarantino siempre ha utilizado la violencia como un acelerante para hacer estallar la tensión en sus primeros filmes, ahora recurre a ella desde una perspectiva presuntamente cómica llegando incluso a flirtear con los abusos a menores o caminando sobre la fina línea de la parodia irreverente en el caso de las referencias más o menos explícitas a Bruce Lee o Natalie Wood.

Pero más allá de la rutilante colección de actores famosos actuales haciendo de actores famosos pretéritos, la magnífica fotografía de Robert Richardson y la habitual banda sonora de campanillas, ¿qué nos queda? ¿Dónde está la película? Ésa es la pregunta que el propio Tarantino parece negarse a responder. Le basta con unos cuantos planos rodados de forma soberbia, unos travellings imposibles y unos cuantos litros de ketchup (no precisamente en hamburguesas) para justificar su propuesta fílmica. Poco o nada parece importar que esta misma historia se pudiese contar en 90 minutos o que las recurrentes autorreferencias (Inglourious Basterds) dejen vislumbrar desde la primera media hora ese final que se prestará a múltiples interpretaciones, pero que en el fondo evidencia una preocupante falta de imaginación. Del mismo modo que lo hace la reiterada utilización de una voz en off para introducir el último acto, sin necesidad aparente y al igual que ocurría en Los odiosos ocho. Si estas son las nuevas señas de identidad del cine tarantiniano mejor haríamos en recordar la frase con la que comenzábamos esta crítica y revisitar sus inicios allá por los años 90. No sea que a un irrespetuoso jovenzuelo armado con una cámara 8K le dé por tratar de reescribir la historia dentro de unos años y su legado desaparezca de un plumazo.